jueves, 8 de marzo de 2018

INSINUACIÓN


En una cafetería en la que todos son desconocidos, me siento en una mesa y observo a alguien hasta que se dé cuenta que lo estoy mirando. Siempre elijo a hombres. Al acecharlos con la mirada, ellos apartan la vista enseguida. Se sienten incómodos. Al principio piensan que es un cruce de miradas y ya está. Pero luego, cuando comprueban que persisto en mi fijación, noto como se inquietan. Levantan levemente el trasero de su asiento y bajan la mirada; toman un sorbo del café o de lo que estén bebiendo; cogen una servilleta del servilletero, se limpian los morros o estornudan en ella; algunos van al baño y otros miran a todas partes como si tuvieran un tic nervioso, y, al final, cuando se calman, con disimulo –en eso todos coinciden– me miran de soslayo, pensativos. «¿Qué quiere?», deben preguntarse. Yo sigo con la mirada clavada a sus ojos azules, verdes, marrones…, sin pestañear, apoyando mi espalda en el respaldo de la silla y acentuando aún más mi atención hacia ellos. La situación se tensa. Se sienten invadidos, porque desde mi sitio, a unos escasos metros, les araño la intimidad. Noto su fragilidad, el bajón emocional que los descoloca, y eso me encanta, se les ve tan vulnerables…, tan monos... Es entonces cuando decido poner fin a su angustia. Beso la punta de mis dedos, los de mi mano derecha, y, con toda la intención del mundo, dirijo mi palma hacia ellos, soplando mis yemas de la forma más lasciva.

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