jueves, 9 de noviembre de 2017

CONCIERTO N.1 EN SOL MAYOR DE MOZART

Me gusta la música. Tanto como a los propios músicos. Voy a casi todos los conciertos de mi hija. Es flautista. Flauta segunda, para ser precisos. Pero hoy es un día especial; es la protagonista. Sustituye a la solista oficial de la Orquesta porque está encinta. Pronto va a parir. Avisan por megafonía que en cinco minutos va a comenzar el concierto. Apago mi móvil. Ya me lo tengo aprendido; igual que no debo toser ni estornudar; eso da mucha rabia a los músicos. Su padre no ha querido venir. Dice que esto, aunque sea un medio de expresión excelso, siempre es lo mismo; cansa. Dice que estar dos horas sentado en estos butacones es inaguantable; además, recalca que la cultura solo la aguanta quien la ejecuta o la crea. No sé, es artista; está un poco pirado. Dicen que es de los buenos. Sus cuadros desprenden una imaginación desbordante, así que algo de razón tendrá sobre estas disciplinas del alma. Yo, en cambio, soy más básica. Solo sé que me gusta la música. Me relaja. Aunque, a decir verdad, esta pieza que mi hija va a interpretar esta noche se la he oído ejecutar cientos de veces en el comedor de casa, y la tengo tan oída que, aun gustándome su melodía, este rato se me va a hacer bastante largo. Pero da igual, es mi hija. La quiero. Aguanto lo que haga falta. Su hermano tampoco ha querido venir. Tiene un límite, dice. El pobre vivió con ella cuando se sacaba la carrera en el Conservatorio y practicaba incasable con la flauta. Fueron cinco años. Pobrecillo. Es capaz de silbar a la perfección todo el repertorio que, en su día, su hermana ensayaba con perseverancia. Acabó interiorizando todo lo que tocaba. Sin duda, él también tiene talento, pero malvive con un tipo de música más oscura. Ella le hizo aborrecer la “Clásica” y decidió ir por otro camino. Toca la batería en un grupo de peludos. Ha tirado por el Heavy Metal. Así que he venido sola. No necesito a nadie. Ellos se lo pierden. Verla ahí, vestida con ese precioso traje que hemos ido a comprar juntas esta mañana para la ocasión, hace que piense en todo lo que ha luchado para conseguir su sueño. Sé perfectamente que le ronda por la cabeza en estos momentos, y no es, al cien por cien, el concierto que está a punto de interpretar. La conozco muy bien. Ella no quiere tener nada en la cabeza, pero los pensamientos la abordan. Siempre ha pensado demasiado. En ocasiones, cuando friego los platos, me abraza por detrás y me besa. Luego, me rasca la espalda porque sabe que siempre me pica en la parte media de la columna. Es en esos momentos cuando me habla de sus obsesiones, de lo que le inquieta. El otro día me dijo: «Mamá, ¿conoces la sensación esa de que estés donde estés siempre te preguntas qué es lo que estás haciendo allí? Eso es lo que piensa ahora. Segurísimo. Pero no se le nota. Es una gran profesional. Es fuerte, dura, pero está llena de obstinaciones que le afectan. Profundiza demasiado en ellas. Pero cada uno es como es. Yo soy olvidadiza, despistada, algo cabezota e incapaz de llevar las cuentas de la casa y de atender a los bancos. Soy una sencilla ama de casa que ofrece equilibrio, muy de ir a misa y obcecada en rezar por todos. Ahora lo hago por ella; para que el recital le salga bien… Y todo en la vida. Mírala, ahí está, impertérrita a los aplausos; concentrada en su música y al mismo tiempo con la cabeza en otro sitio. ¡Ay, mi loquita…!¡Shhhhhh! Que va a comenzar el concierto. 

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