domingo, 1 de octubre de 2017

EL MARCO DE LA TRISTEZA

     
     Hay familias que no se hablan por razones que, al parecer, son lo suficientemente significativas como para mantenerse en esa postura cerrada durante lo que les queda de vida. Ni la conciencia ni el sentido común ni el paso del tiempo consiguen descongestionar esa absurda y obtusa posición. Nadie baja del burro. «Dialogad, hablad…», les aconseja la gente que les quiere con el fin de desatascar esa tensa situación. Pero no funciona. No se soluciona nada. Están en modo Pit Bull y no llegan a ninguna alianza que les una. «Tranquilos», dicen ellos. «No os preocupéis; que cada uno vaya por su lado». Y, al final, esa es la actitud irreversible que se respira en una comunidad cercana.
     Si eso ocurre en marcos territoriales pequeños –por ejemplo en el seno de una familia–, cómo podemos exigir a unos lamentables políticos que arreglen la situación controvertida de un país por medio de un método dialogante, si nosotros, a pequeña escala, tampoco sabemos hacerlo. Es la complejidad de la condición humana lo que deberíamos poner en tela de juicio. Por eso entiendo como algunos prefieren amar profundamente y de manera incondicional a los animales.  

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