El
paisaje rural de un pequeño pueblo de interior libera a un hombre que deambula
sin rumbo aparente. Va con las manos cogidas tras la espalda, consumiendo su dulce
locura. Se sienta en un banco. Descansa. Escucha el canto de los pájaros, el
silbido del viento y una voz que lo alerta, la tuya. Se fija en ti, en cómo lo
miras. «Qué bien vivimos», le sueltas. Él no dice nada, te aguanta la mirada y
deja que hables. Cuando te marchas, sigue con lo suyo: observa los papeles y
las bolsas de plástico que se persiguen por la acera.
No hay comentarios:
Publicar un comentario